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El mapa, el territorio y el verano

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Recuerdo un mapa de Estados Unidos que mi madre guardaba como una reliquia en el viejo armario de nuestra casa en Cuba. Era una motoring guide de la ESSO, uno de aquellos folletos plegables en cuya portada se mostraba el dibujo de un típico servicentro de los años cincuenta. El interior del mapa también estaba ilustrado con viñetas de las principales atracciones o emblemas de los estados de la Unión Americana: un búfalo en Montana a punto de embestir el rostro de George Washington en Mount Rushmore, North Dakota; una papa sonriente en Idaho y un cactus con sombrero de cowboy en Arizona; en Oklahoma la cabeza de un indio sioux tocada con un penacho de plumas de águila —¿o sería en Utah?— y en Florida una chica sobre un esquí acuático que parecía huir de un gigantesco cocodrilo.

Cada verano desplegaba el mapa frente a mí y lo contemplaba extasiado. Imaginaba a los felices americanos conduciendo por autopistas que atravesaban ríos y lagos inmensos; desiertos y ciudades; túneles kilométricos y riscos milenarios que emergían de las profundidades del océano. Mis viñetas favoritas eran las de las casas históricas de los presidentes de la nación: Mount Vernon, la finca de George Washington (Virginia); Lincoln Home, la casa del decimosexto presidente (Illinois), y Monticello, la imponente residencia de Thomas Jefferson (Virginia). Los dibujos mostraban las tres fachadas con sus estilos georgiano, greek revival y neoclásico, respectivamente.

No menos atractivos eran los topónimos que encontraba a lo largo de aquella geografía policromada. Con qué gusto trataba de pronunciar nombres como Des Moines, Mobile, Wichita, Chattanooga, y me preguntaba cómo sería vivir en una ciudad con un apelativo tan solemne como Augusta, tan lírico como Aurora o tan exótico como Topeka. En ese mapa también descubrí que existe una Odesa y un Moscú norteamericanos; una Havana y un Panama City floridanos, y dos pueblos con el mismo nombre que el mío: San Luis Missouri (con su famoso Arco Gateway) y San Luis Obispo, en California. Por cierto, un escritor de viajes se ha referido a esta última ciudad como “the happiest city in America” (la ciudad más feliz en América). Con el paso del ciclón Ian por mi pueblo natal, al San Luis de Vueltabajo podría llamársele “el pueblo más triste de Cuba”.

A través de mi infancia ese mapa fue la principal referencia que tuve de Estados Unidos. Quisiera pensar que lo observaba con la ingenuidad de mis ocho o nueve años, pero no era así. Para un niño cubano la contemplación de un mapa de Estados Unidos nunca es un acto pueril. Crecí escuchando las noticias de mis tíos del “norte”, desterrados en la década del sesenta, mientras Castro nos asustaba todo el tiempo con la inminente llegada de una invasión imperialista. La invasión nunca llegó y fuimos nosotros los que invadimos a Estados Unidos con nuestra hambre. Es muy posible que en los motoring guides de ahora, si tal cosa existe, aparezca sobre Miami el dibujo de un gallo, unas maracas o una rumbera. También podrían poner a un balsero llegando en un neumático a South Beach, rodeado de tiburones, pero esa viñeta sería de mal gusto.

Sobre la contemplación de mapas se ha escrito mucho. Alfred Korzybski, el lingüista polaco-americano, afirmó que “el mapa no es el territorio”, algo que parece una obviedad, pero que el estudioso utilizó hábilmente para describir la diferencia entre un objeto y su representación, entre el original y su abstracción. Baudrillard, por otra parte, se aventuró a escribir que en la era de la hiperrealidad (incapacidad para distinguir la realidad de la fantasía), “el mapa es el que precede al territorio” y ya no es el doble, el espejo o su concepto. Yo debí ser un niño muy baudrillardiano, porque cada vez que emprendo un road trip por Estados Unidos, razón de ser de mis veranos, pienso que estoy conduciendo por el mapa de mi infancia.

Por estos días, mientras me preparo para emprender un recorrido literario por Nueva Inglaterra, hago un esfuerzo por recordar cuáles eran las viñetas que identificaban a esa región en la motoring guide de mi madre. Solo ahora caigo en cuenta de que aquel folleto era uno de tantos objetos —libros, cartas, fotos, discos— que ella ponía a mi alcance para hacerme creer que era yo quien los había descubierto.

Qué sutileza la suya: legar la felicidad a su hijo en la forma de una geografía.

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